LA ECOLOGÍA, LUGAR DE ENCUENTRO EN EL DIÁLOGO INTERRRELIGIOSO
PERSPECTIVA SOCIO-TEOLÓGICA
JUAN JOSÉ TAMAYO *
Todas las religiones, tan las cósmicas como las metacósmicas, tienen elementos ecológico-liberadores, que queremos explicitar en este Taller. Dichos elementos constituyen un espacio privilegiado para el diálogo interreligioso. A partir de ahí queremos construir una teología ecológica de las religiones en perspectiva liberadora desde una perspectiva ética que compagine el cuidado de los seres humanos y de la naturaleza. Dicha teología tiene que estar atenta a la escucha del grito de protesta de la Tierra, ser sensible al sufrimiento de la naturaleza sometida a un proceso de depredación por mor de desarrollo científico-técnico, y colaborar en la liberación del cosmos, inseparable de la liberación de los seres humanos oprimidos.
El Taller “La ecología, lugar de encuentro en el diálogo interreligioso” quiere ser él mismo un espacio de diálogo y de comunicación entre las distintas perspectivas desde las que queremos abordar el tema: afrolatinoamericana, indígena, feminista, antropológica, bíblica, interreligiosa y socio-teológica. La presente exposición se centra en la perspectiva socioteológica y se mueve en el siguiente escenario. Primero analizaré la crisis ecológica actual y el consiguiente giro ecológico como respuesta a la crisis. A continuación, me centro en el impacto del paradigma ecológico en las ciencias sociales. En tercer lugar, intento reformular las líneas fundamentales del discurso teológico en perspectiva ecológica.
1. Crisis ecológica y giro ecológico
La separación entre la especia humana y el resto de la naturaleza y la desconexión de la sociedad de sus fundamentos físico-biológicos constituyen el sustrato del pensamiento moderno, que se expresa en dos principios considerados axiomas: el mito del progreso ilimitado y el antropocentrismo, que sitúa al ser humano por encima e incluso en contra de la naturaleza1. Tal planteamiento de las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza ha dado lugar a una crisis ecológica que se ha convertido en una crisis verdaderamente planetaria, que se expresa a través de tres tipos de procesos: el agotamiento gradual de los recursos disponibles, la contaminación de los ecosistemas, del agua y de la atmósfera con sustancias tóxicas y la saturación de residuos de los procesos productivos y de consumo.
Entre las principales consecuencias de la crisis ecológica cabe citar las siguientes: la pérdida de la biodiversidad, el previsible agotamiento de los combustibles fósiles, la erosión del suelo, la pérdida de calidad del agua y de la atmósfera y la contaminación de los productos alimentarios.
La crisis ecológica tiene unos responsables directos perfectamente identificados Uno es el mecanicismo, que considera a la naturaleza como objeto muerto y atomizado. Otro, el humanismo antropocéntrico, que presupone la primacía del ser humano sobre cualquiera otra forma de existencia y de vida en la tierra. Papel importante en el deterioro ecológico juega el mercantilismo fetichista, que reconoce hegemonía a las formas mercantiles de producción y valorización, e implica el desplazamiento radical del valor de uso sobre el valor de cambio. No menos importante en la crisis tiene la racionalidad tecnocrática y la tecnocracia productivista, que reduce la ciencia a la técnica y considera a ésta como criterio de legitimación ética y política.
Es, en expresión feliz de Munford, “el gobierno del martillo sobre el brazo”: el instrumento se impone como fin por encima de los fines mismos. Entre los responsables directos está también el antes citado mito del progreso, que implica la colonización del tiempo y comporta el olvido del pasado, de la tradición, y del futuro, y la afirmación de un presente eterno e inmediato. Tenemos que referirnos finalmente a la idea expresada lúcidamente por Marx: el mundo de la técnica y del capital es “un mundo sin alma”, contra el que ya había reaccionado Giordano Bruno y después el romanticismo, el último Husserl, Heidegger y la Escuela de Frankurt. Mérito de Marx fue constatar la alienación mercantil de lo social, pero error suyo fue no captar la alienación sobre la naturaleza.
Hace tiempo que el pensamiento científico invalidó este modelo de pensamiento y de desarrollo generador de la crisis ecológica. Hoy se está proponiendo como alternativa un giro ecológico en todos los campos del quehacer humano y del saber. Un giro que considere la naturaleza como parte de la sociedad, de la que fue expulsada por la modernidad y el industrialismo, y que parta de un principio fundamental: que las sociedad humanas afectan y son afectadas por los fenómenos y las leyes de la naturaleza, si bien no de manera determinista, sino como un juego de doble determinación en el que el medio ambiente condiciona la acción humana y aquél es modificado por ésta.
2. El paradigma ecológico en las ciencias sociales
El giro se está produciendo en las ciencias sociales. ¿Cómo? Reconciliándolas con el mundo físico-biológico, introduciendo el medio ambiente en su metodología y en sus contenidos, y situando la naturaleza dentro del tejido social. Dicho giro está dando lugar a una revolución epistemológica en las ciencias sociales. En la Historia a través de un replanteamiento de las formas de entender la evolución y el funcionamiento de las sociedades que sea más acorde con su realidad biofísica. En la Economía, a través de una crítica al sistema económico pensado por la economía clásica. En la Antropología, a través de una comprensión de la dimensión natural de
la existencia humana, de sus limitaciones físicas y biológicas y de las respuestas culturales que
ofrece el ser humano. La Antropología ha jugado un papel muy importante en el giro ecológico al mostrar el valor de la diversidad cultural, que es un trasunto social de la diversidad biológica, y su importancia para la sostenibilidad, al cuestionar la universalidad de las categorías “cultura” y “naturaleza”, al descubrir que la rígida separación entre ambas está ausente en culturas no occidentales y que es una construcción etno-epistemológica de Occidiente. En la Ciencia Política
y el Derecho, a través de una nueva manera de entender el poder y la ley, y de una redefinición de conceptos como ciudadanía, democracia, estado de Derecho, etc. Las relaciones entre sociedad y naturaleza tienen dimensiones políticas que es necesario explicitar a través del análisis de los conflictos que se producen en el uso de los recursos, el régimen de propiedad, las
relaciones asimétricas entre unos sectores sociales y otros, el papel del Estado, etc.
Importantes son las aportaciones de la Ecología Política y de la Economía Ecológica a este respecto. La primera considera la democracia como el sistema político de la sostenibilidad y redefine la comunidad política incorporando en ella a las generaciones futuras, a la naturaleza, a los inmigrantes en la toma de decisiones. Amplia el horizonte de los derechos como el derecho al medio ambiente y los derechos de los animales. Reformula el concepto y la praxis de la ciudadanía desde la diversidad cultural y la basa en criterios políticos y no étnicos. La Economía
Ecológica cuestiona el propio sistema económico y su concepción del desarrollo como mero crecimiento económico, y desarrolla una teoría alternativa: la economía de la sostenibilidad. En la medición de la riqueza y del desarrollo tiene en cuenta el nivel de degradación y destrucción del medio ambiente producido por la actividad económica
3. ¿Hay lugar para el paradigma ecológico en el discurso teológico?
Resulta innegable la importancia de la ecología en el actual debate en torno a los diferentes modelos de desarrollo, en las relaciones Norte/Sur, así como en la búsqueda de las alternativas de vida y de sociedad, tanto a nivel regional y nacional, como continental y planetario. Pero la ecología no debe entenderse como un movimiento verde con tonalidad turística ni como un movimiento que busca sólo preservar las especies en extinción. Se trata de una nueva cosmovisión con una profunda inspiración ética y religiosa, que cuestiona de manera radical el modelo de civilización tecno-científica imperante y propone un paradigma alternativo capaz de salvaguardar armónicamente los derechos de la naturaleza y los de la humanidad. La crisis actual es una crisis de la civilización hegemónica. Ésta, a pesar de su aparente prepotencia, acusa un fuerte cansancio y un profundo agotamiento. Como todos los mesianismos, el mesianismo de la ciencia y de la técnica hay que situarlo del lado del mito más que del lado de la realidad. En cualquier caso, su fuerza salvadora no es universal, sino cada vez más selectiva y discriminatoria: salva sólo a quienes ya se sienten salvados, pero no integralmente, sino sólo desde el punto de vista material. Nos preguntamos: ¿Hay lugar para el paradigma ecológico el discurso teológico? ¿Tiene la teología un horizonte ecológico? ¿Hay lugar para la teología en el discurso ecológico? Si lo hay, ¿tiene algo que aportar? ¿Pueden ambos discursos compaginarse sin sufrir violencia, o cada uno debe seguir su camino independiente? La respuesta ha sido negativa hasta hace muy poco tiempo en la mayoría de las teologías de nuestro tiempo. La evolución seguida por la teología de la liberación constituye un buen ejemplo de ello. En sus comienzos, puso el acento en el grito de los pobres descuidando el grito de la tierra. Ha sido la creciente conciencia ecológica la que la ha llevado a ser sensible al grito de la tierra y a caer en la cuenta de que no se trata de dos gritos separados, sino de uno solo bajo diversas modalidades. Como afirma Leonardo Boff, la teología de la liberación y la ecología “parten de dos heridas sangrantes: la primera, la de la pobreza y de la miseria, rompe el tejido social de los millones y millones de pobres en el mundo entero. La segunda, la agresión sistemática a la Tierra, desestructura el equilibrio del planeta amenazado por la depredación hecha a partir del modelo de desarrollo planteado por las sociedades contemporáneas y hoy mundializadas”2. Esto es aplicable a todo discurso teológico.
La presencia del horizonte ecológico en la teología no es tan neutra como a primera vista puede parecer. Comporta dos cambios importantes: el cuestionamiento del antropocentrismo, tan arraigado en la tradición judeo-cristiana, y el paso a una concepción cosmocéntrica.
El antropocentrismo considera al ser humano como dueño y señor de la creación, con derecho a usar y abusar de ella, e incluso a destruirla caprichosamente, sin otra finalidad que la de satisfacer sus ansias de conquista. Responde, por tanto, a una lógica imperialista y a una ética antropo-utilitarista. Según esto, “el ser humano puede ser el Satán de la Tierra, él que fue llamado a ser su ángel de la guarda y celoso cultivador. Ha demostrado que, además de homicida y etnocida, puede transformarse también en biocida y geocida”3. El cosmocentrismo pretende armonizar los derechos de los seres humanos con los derechos de los demás seres, estableciendo entre ellos un pacto basado en una religación no opresora. El paradigma cosmocéntrico entiende al ser humano no como rival de la Naturaleza, sino en diálogo y comunicación simétricos con ella. Su relación es de sujeto a sujeto, y no de sujeto a objeto. El ser humano y el universo conforman un amplio entramado de relaciones multidireccionales, caracterizadas por la interdependencia más que por la autosuficiencia. Ambos tienen dimensión histórica. El universo posee un largo proceso cósmico: cosmogénesis. También el ser humano es el resultado de un largo proceso histórico-cósmico. Por ello está inmerso en una solidaridad de origen y de destino con el resto de los seres del universo.
Las leyes que deben regir las relaciones entre la humanidad y la naturaleza son la solidaridad cósmica y la fraternidad/sororidad sin fronteras ni gremialismos estrechos. Se ensanchan así los destinatarios de la salvación-liberación. Esta llega a todos los seres de la creación, pero preferentemente a quien se ve más amenazado por el paradigma científicotécnico de la modernidad: el planeta Tierra.
2 Leonardo Boff, Ecología: Grito de la Tierra, grito de los Pobres, Trotta, Madrid, 1997, p.135. Cf. También de Leonardo Boff: Ecología, mondialità, mistica, Citadella, Asís, 1993; id., El águila y la gallina, Trotta, Madrid, 1998; id., El despertar del águila, Trotta, Madrid, 2000; Id., La dignidad de la tierra, Trotta, Madrid, 2000.
3 Leonardo Boff, Ecología: Grito de la Tierra, grito del Pobre, cit., pp. 11 s.
Una teología en perspectiva ecológica ha de abrirse a las aportaciones de las ciencias que tienen que ver con la vida y con la realidad cósmica: bio-logía, bio-ética, bio-química, bio-física, cosmo-logía, geo-logía, etc. La perspectiva ecológica no es privativa de una determinada cultura o teología. Constituye un centro de interés común a las diferentes culturas y teologías. Las amenazas contra el planeta Tierra afectan tanto al Primero como al Tercer Mundo. Las amenazas contra el Planeta se convierten en amenazas contra toda la Humanidad, cualquiera sea el lugar donde habite. No obstante es en el Tercer Mundo donde se producen las mayores y más graves agresiones contra la Naturaleza, y donde más negativas y dramáticas repercusiones tienen en la ya precaria economía de los países subdesarrollados, así como en sus paupérrimas condiciones de vida.
Un buen ejemplo es la Amazonía, la mayor reserva de recursos naturales de la Tierra (tiene una extensión de seis millones y medio de kilómetros cuadrados). En ella se concentran todos los pecados capitales —en el doble sentido de "mortales" y de cometidos por "el Capital"— antiecológicos, con la implicación de empresas multinacionales y nacionales y la complicidad del estado brasileño. La Amazonía constituye la más clara refutación del modelo de desarrollo de la modernidad. Pero es también, “el lugar de ensayo de una alternativa posible, en consonancia con el ritmo de aquella naturaleza exuberante, respetando y valorando la sabiduría ecológica de los pueblos autóctonos que viven allí desde hace siglos extrayendo riqueza sin destruir las selvas, los ríos y los suelos, y por consiguiente realizando una actividad bienhechora para la naturaleza y la humanidad”4.
Retomo la pregunta que hacía anteriormente: ¿Hay lugar para la ecología en el discurso teológico o se trata de un cuerpo extraño? Creo que sí. Los grandes temas del cristianismo reformulados en perspectiva ecológica adquieren nuevos perfiles y nuevas dimensiones5.
4 Ibid., p. 134.
5 Cf. Jürgen Moltmann, El futuro de la creación, Sígueme, Salamanca, 1979; id., Dios en la creación.
Doctrina ecológica de la creación. Cristología en dimensiones mesiánicas, Sígueme, Salamanca, 1997; id.,
El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1003; id., ¿Cristo para nosotros hoy?, Sígueme, Salamnaca,
1997; Juan José Tamayo-Acosta, Leonardo Boff. Ecología, mística y liberación, Desclée de Brouwer, Bilbao,
1999; Leonardo Boff, Evangelho do Cristo Cósmico. A busca de unidade do todo na ciencia e na religiâo,
Editora record, Sâo Paulo, 2008.
4. Dios, Cristo y el Espíritu Santo en perspectiva ecológica
La Divinidad se revela como una Realidad pan-relacional y surge de la interioridad de la experiencia holística que tenemos del universo y de nosotros mismos en su interior. Dios es el nombre del misterio que nos envuelve, invade y desborda. Jesús de Nazaret se revela como el Cristo cósmico a través de un proceso que tiene tres momentos: de la cosmogénesis a la cristogénesis, de la cristogénesis al Cristo de la fe; del Cristo de la fe al Jesús de la historia. La cristología cósmica muestra la relevancia cósmica de Cristo y la interrelación de la historia del mundo con la historia de Cristo y sobrepasa el antropocentrismo subyacente a la mayoría de las cristologías, centradas en la salvación de la humanidad y ajenas a la liberación del cosmos. Las primeras comunidades cristianas reflexionaron sobre Cristo en perspectiva cósmico-universal. Uno de los ejemplos más emblemáticos de dicha reflexión es el primitivo himno cristiano recogido por Pablo en la carta a los Colosenses: “Cristo es imagen de Dios invisible, nacido antes que toda criatura, pues por su medio se creó el universo celeste y terrestre, lo visible y lo invisible...
Él es el modelo y fin del universo creado, Él es antes que todo y el universo tiene en él su consistencia” (Col 1, 15-17). Lo que lleva a descubrir el triple significado de Cristo: el cósmico, el histórico y el antropológico, es la experiencia de la Resurrección, que en palabras de Teilhard de Chardin, ”(no es) un acontecimiento apologético y momentáneo, como un pequeño desquite individual de Cristo sobre la tumba. Es un ‘tremendo’ acontecimiento cósmico... Cristo ha emergido del mundo después de haber sido bautizado en él. Ha llegado hasta los cielos después de haber tocado las profundidades de la tierra: descendit et ascendti ut impleret omnia”6.
No hay salvación para -y de- el ser humano y de la historia sin salvación para –y de- la naturaleza. Esta idea se encuentra en la mayoría de las tradiciones religiosas, también en la religión de Israel, cuyo centro es el pacto de Dios con la humanidad y el cosmos, basado en relaciones de inter-dependencia, y en la teología cristiana de los orígenes, cuya clave de bóveda es la idea de salvación humano-histórico-cósmica. La naturaleza anhela ser liberada de sus sufrimientos y participar de la “libertad de los hijos de Dios” como los seres humanos, 6 Teilhard de Chardin, Cristo y ciencia, Taurus, Madrid, 1968, pp. 85-86. según la carta a los Romanos 8, 19-25. Si los seres humanos no hemos recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, tampoco el cosmos, que comparte el mismo destino que nosotros. La ética liberadora de la naturaleza que emana de la resurrección de Jesús como acontecimiento cósmico constituye un correctivo a la ética agresiva contra la naturaleza del modelo de desarrollo científico-técnico androcéntrico. La resurrección se convierte así en el principio crítico de los graves costes de la evolución, muy superiores a su supuesta utilidad.
El Espíritu Santo no queda ausente de la reformulación ecológica. En la tradición bíblica, el espíritu está presente en el universo desde el comienzo de la creación y lo impregna todo: “La ruah de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Gn 1, 2). En la misma dirección va el salmo 104, que evoca la fuerza creadora y renovadora del soplo divino: “Tú envías tu soplo y renuevas la faz de la tierra” (v. 4). El término hebreo ruah posee una gran riqueza de significados. Aquí puede traducirse por soplo, viento, huracán e incluso tromba. En el viento se percibe un tono de misterio: a veces sólo se insinúa; otras se caracteriza por una violencia extrema; hay veces en que llega a secar la tierra al ser un viento tórrido, pero otras derraman agua fecunda que genera vida. El soplo divino es el que mantiene con vida al ser humano, convirtiéndolo en alma viva y ser operante (Gn 2, 7; 6, 3; Job 33, 4). Más aún, la ruah es vida, energía. Las emociones humanas –el gozo, la ira, el miedo- se expresan a través de la respiración. La ruah es la expresión de la conciencia del ser humano. Dios mismo se presenta y se manifiesta como espíritu.
El espíritu se derrama sobre toda carne, es decir, sobre toda la humanidad y toda la creación. Es el principio del cosmos nuevo e inspira la armonía universal. En el NT, los grandes símbolos del Espíritu están tomados del mundo de la naturaleza: el agua, el aire, el fuego, el viento. El espíritu está presente en el ser humano. Cabe observar que el espíritu no expresa una parte de la persona, la espiritual, en oposición a otra, la material, como equivocadamente se ha entendido, sino la totalidad del ser humano en cuanto ser vivo con sensibilidad, inteligencia y libertad. En ese sentido bien puede decirse que la persona es espíritu. En la tradición cristiana, hemos dicho, Dios se presenta como espíritu. Precisamente por ello deviene Espíritu Divino, Espíritu Santo, que se manifiesta de manera especial en Jesús de Nazaret y también en los cristianos y las cristianas a través de diversas formas: éxtasis, inspiración, comunicación, etc. Pero este Espíritu no es propiedad de los creyentes de una determinada religión, en este caso la cristiana, sino que se derrama sobre toda carne, es decir, sobre toda la humanidad y toda la creación. Es principio del nuevo cosmos y orienta la armonía universal.
5. Lectura ecológico-festiva de la creación
La teología en perspectiva ecológica lleva a cabo una reformulación de la doctrina de la creación y de las relaciones Dios-mundo a través de la metáfora del mundo como “cuerpo de Dios”, desarrollada muy creativamente por la teóloga Sallie McFague7. Esta metáfora subraya algunos aspectos de la creación descuidados en la teología tradicional. Uno de ellos, quizá el más importante, es el amor de Dios por el mundo, por el cosmos, por la naturaleza, por el ser humano como hombre y como mujer. El encuentro con Dios tiene lugar en la tierra, en el mundo, en la historia, no en la esfera celeste. Otro aspecto que destaca es la interdependencia, la interrelación e interreligación de todo con todo, hasta conformar una “unidad ecológica”. Los seres humanos no quedan fuera de esa interrelación. Son intrínsecamente interdependientes entre sí y con los demás seres del cosmos. Sin aire apenas resistiríamos unos minutos; sin agua, apenas unos pocos días, sin plantas, apenas unas pocas semanas. Pero es también el que más poder destructivo posee. La relación de interdependencia cambia la función del ser humano en el mundo: deja de ser el centro de todo, del cosmos, del estado, de la política, de la economía, de la religión, para tornarse ser en religación; deja de dominar para convertirse en cuidador.
La perspectiva ecológica de la creación acentúa la preocupación de Dios y del ser humano por la tierra, su cuidado, cultivo y atención, frente al aprovechamiento egoísta y la depredación de que es objeto, y la preocupación del ser humano por sus semejantes. La ética a practicar es la del cuidado, como ha observado Leonardo Boff: cuidado con el planeta como totalidad, con los ecosistemas que garantizan la continuidad de la vida, con nuestro cuerpo, nuestra interioridad, nuestra salud, la calidad de vida para todas y todos los habitantes del planeta. El cuidado es algo estructural en el ser humano: “El hombre y la mujer cuidan de la vida, permiten que crezca la vida, se interesan por el otro y sufren con otros, se alegran con 7 Cf. Sallie McFague, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander, 1994; id., “El mundo como cuerpo de Dios”: Concilium 293 (2002), pp. 67-74. otros y juntos cuidan de que la atmósfera común sea incluyente, respirable para todos, propiciadora de vida para todos”8. Dentro de la interrelación conviene destacar la relación necesaria entre el todo y las partes. El cuidado del todo requiere el cuidado de las partes, y el cuidado de éstas da como resultado la armonía del todo y la supervivencia de la colectividad. Ahora bien, esa supervivencia sólo es posible si cada uno de sus miembros logra satisfacer sus necesidades y vivir dignamente.
La concepción del mundo como cuerpo de Dios viene a radicalizar tanto la inmanencia como la trascendencia. La inmanencia, en cuanto expresa la relación interna (no la identidad) entre Dios y el mundo. La trascendencia, en cuanto considera a Dios el origen de toda realidad y la fuente de vida, y al universo como reflejo del ser divino, gloria de Dios y sacramento de su presencia. En suma, “la comprensión más radicalmente trascendente de Dios es…, al mismo tiempo, la comprensión más radicalmente inmanente. Precisamente porque es siempre encarnacional, siempre encarnado, podemos ver la trascendencia de Dios de manera inmanente”9. ¿La metáfora del mundo como cuerpo de Dios no corre el peligro de reducir a Dios al mundo y de desembocar derechamente en el panteísmo? La propia Sallie McFague, que ha puesto en circulación le metáfora, es bien consciente de dicho riesgo, pero su respuesta es negativa. Lo que sí acepta y defiende es que su postura es panenteísta, entendiendo por tal lo que acabo de decir; que Dios es el origen de todo y que nada existe fuera de él, pero sin que ello signifique reducir a Dios a ello. Ahora bien, aun cuando Dios no se reduzca al mundo, la metáfora del mundo como cuerpo de Dios expresa el ser dependiente de Dios por mor de su ser corporal, afectado por las contingencias propias de lo corporal. Pero eso no va en demérito de Dios, sino que lo convierte en solidario con la contingencia humana y cósmica, y lo capacita para sentir compasión con la humanidad y la naturaleza sufrientes y para identificarse con el sufrimiento que causa el mal en el mundo. Compasión e identificación que no puede darse ni en el modelo del dualismo ontológico no en el del monoteísmo monárquico.
Llegamos así al clásico problema de la teodicea: la relación de Dios con el mal, que en el contexto de la metáfora del mundo como cuerpo de Dios tiene una respuesta nueva. El mal 8 Leonarfdo .Boff, Ética mundial: un consenso mínimo entre los humanos, Casa de América, Madrid, 2000, pp. 37-38. 9 Sallie McFague, “El mundo como cuerpo de Dios”, cit., p. 72. no aparece aquí como un poder que se enfrenta con el poder de Dios, como sucede en el dualismo ontológico, pero tampoco como disfunción creacional que en nada pueda afectar a Dios, según la concepción del monoteísmo monárquico. Al suceder el mal en el cuerpo de Dios, también le afecta a Dios; al sufrir el cuerpo de Dios por el mal, también sufre Dios.
Ahora bien, ¿se muestra Dios indefenso ante el mal?, ¿no puede hacer nada por impedirlo? Son preguntas que no encuentran fácil solución en ninguna de las concepciones de Dios, de la creación y del ser humano. La teología en clave ecológica entiende la naturaleza como creación de Dios, sin que ello signifique sacralizarla ni como realidad divina ni como realidad demoníaca. La naturaleza es “mundo”, y en cuanto creado por Dios, es contingente, como contingentes, temporales y mutables son las “leyes de la naturaleza” y contingente y creatural es la subjetividad humana10.
Conforme al Credo cristiano que confiesa a Dios “creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”, hay que considerar creación de Dios tanto la naturaleza visible como lo que resulta invisible. Ahora bien, el estado actual del mundo no puede ser visto como “pura” creación divina y menos aún como totalmente bueno, pues muy poco o nada tiene de paradisíaco e idílico. Está muy lejos de los calificativos “bueno” y “muy bueno” que el Gn 1 aplica a la obra divina de la creación. Nuestro mundo es una creación sometida a esclavitud, a la espera de ser liberada, según la reflexión teológica paulina (Rom 8, 19-25). En consecuencia, también la naturaleza, y no sólo la humanidad, forma parte de la historia de la salvación y de la desgracia. Otro aspecto a destacar en esta teología ecológica es el carácter festivo y ocioso de la creación.
La creación se orienta al sábado, día en el que participa del descanso con Dios, y tiene su consumación el sábado, día que prefigura el tiempo venidero. El sábado es la meta final de la creación. Del descanso disfrutan Dios, los seres humanos y del cosmos; es, por tanto, cosmoteándrico. La legislación judía establecía el descanso sabático, cada siete años, de todos los hebreos, de la tierra, de la viña y de los ganados (Lv 25, 1-7). Como veremos en el apartado dedicado al Horizonte utópico, cada cincuenta años se celebraba el año del jubileo, declarado santo, sagrado, jubilar (Lv 25, 8-17). En él se proclamaba la liberación de todos los habitantes y el descanso de la tierra. El día del sábado es cuando Jesús proclama en la sinagoga de Nazaret su misión mesiánica, en continuidad con los profetas de Israel, según el Evangelio de Lucas (Lc 4, 16-21).
Los cristianos celebran el primer día de la semana como 10 Cf. Jürgen Moltmann, Dios en la creación. Doctrina ecológica de la creación, Sígueme, Salamanca, 1987. día de fiesta en recuerdo de la resurrección de Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, que se hace realidad en cada presente histórico. Cada sábado, cada año sabático, cada año jubilar se interrumpe la actividad la laboral, se muta el ritmo del tiempo, se respeta la inviolabilidad de la tierra, se restablecen las relaciones fraterno-sororales y las cósmico-humano-divinas, se anticipa la liberación del mundo. La humanidad y la naturaleza tienden al reposo sabático como descanso pleno y definitivo.
Lo expresa Agustín de Hipona bellamente: Dies septimus nos ipsi erimus...; ése será nuestro sábado, que no tendrá tarde y que será a la vez día dominical. Día eterno, descanso eterno, no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que será nuestro fin, sin fin”11. · Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid y profesor de la Cátedra Tres religiones, de la Universidad de Valencia. Autor de “Islam. Culturas, religión y política” (Trotta, Madrid, 2009) y “Teología de la liberación. Nuevo paradigma” (Tirant Lo Blanc, Valencia, 2009) 11 San Agustín, La ciudad de Dios, XXII, 30, 5. En las Confesiones aparece otro texto similar donde se expresa el anhelo del día séptimo como día del descanso definitivo de la creación: “Ya que nos lo has dado todo, danos ahora la paz del reposo, la paz del sábado, la paz del atardecer... El séptimo día de tu creación tuvo mañana y no tuvo tarde ni ocaso, pues Tú lo santificaste para una eterna permanencia. Tú, aun cuando estuviste quieto en los días de tu inmensa Actividad, descansaste el séptimo día, con eso nos advierte que también nosotros, después de haber realizado obras que son buenas porque Tú nos las diste, llegado el sábado de nuestra vida eterna habremos también de descansar en Ti”, Confesiones, XIII, 35-36.
No hay comentarios:
Publicar un comentario