lunes, 11 de julio de 2011

La amistad como símbolo del amor de Dios (Segundo Galilea)




Dios es un misterio. Es un misterio para nosotros, que vivimos en la penumbra de la condición humana. En sí mismo, es luz y pura claridad (Jn 1, 8).

Dios es un misterio para nosotros porque sabemos que existe, pero no sabemos cómo es. “De Dios sabemos más lo que no es que lo que es”, enseña Santo Tomás. Dios ha tenido entonces que revelarse a nosotros, mostrándonos algo de lo que es; la revelación del misterio de Dios a nosotros es Jesucristo. Jesucristo es Dios accesible a nosotros; en su humanidad y en su enseñanza nos muestra cómo es Dios, haciéndonos aceptar su misterio por la parte de luz que vemos en él. Jesús nos ha revelado que Dios es amor.  Eso sí lo sabemos de Dios; y es decisivo para que  nosotros lo amemos e imitemos. El amor es lo más real de Dios, en sí mismo y en su relación con nosotros.

Pero que Dios sea amor no significa que deje de ser para nosotros, un misterio. Su mismo amor nos resulta misterioso, pues no siempre sabemos descifrarlo en el correr de la vida. Esta nos parece a veces arbitraria, absurda, injusta; y  el amor de Dios, aunque sabemos que está ahí,  se nos escapa, como se nos escapa la verdad que se esconde en el misterio. Por eso Dios nos reveló su amor en Jesús de una forma indubitable:  compartió con nosotros las miserias de la vida, asumiéndolas de tal manera que dejaron de ser un absurdo y se trocaron para quienes lo siguen en fuente de esperanza.

Lo humano nos encamina a lo divino

Los teólogos nos dicen que lo que Dios nos  ha revelado de sí mismo lo entendemos por analogía con las cosas y experiencias humanas. Así,  una experiencia intensa de felicidad nos ayuda a entrever la felicidad en la vida eterna;  la superación de servidumbres humanas nos ayuda a entender la liberación total que Cristo trajo a la persona.     Particularmente, el misterio del amor de Dios hacia nosotros/as lo vislumbramos a través de la experiencia del amor humano. En la fe de la Iglesia, “lo visible nos lleva al conocimiento de lo invisible” (prefacio de Navidad). 

No es que el amor de Dios sea como el amor humano. Lo supera más allá de todo lo imaginable, aun en las formas más profundas, intensas y fieles de amor entre dos seres. San Pablo pedía para los/as cristianos/as “ser capaces de comprender, con todos/as los/as creyentes, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad: en una   palabra, que conozcamos el amor de Cristo, que supera todo conocimiento” (Ef 3, 18-19). El amor que Dios nos tiene permanece siempre un misterio, aunque accesible a través de la experiencia humana del amor.

La analogía es lógica.  San Juan nos recuerda que “el amor viene de Dios” (1 Jn 4,7); y siendo esto así, hay siempre amor de Dios en todo auténtico amor humano. Este se hace revelación de Dios, capaz de simbolizar su amor y de conducirnos a su fuente.

El símbolo de la amistad

Jesús vino para hacernos comprender el amor que Dios nos tiene. La forma en que él amó es el camino privilegiado para comprenderlo. La  manera en que explicó ese amor nos ofrece las mejores comparaciones y símbolos humanos para penetrar el misterio del amor que viene de Dios. Es verdad que ya el AT nos explica el amor de Dios por los símbolos del amor humano. Lo compara con el amor materno (Profeta Jeremías), con la amistad ( Abraham), con el  desposorio (Cantar de los Cantares), con el noviazgo (Profeta Isaías).

Jesús, por su parte,  en su práctica del amor y en los símbolos con que lo quiere hacer comprender, va a privilegiar el amor de amistad. Así dice, a sus discípulos: “Les llamo amigos/as... Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por el amigo/a...” (Jn 15, 12-16). Para Jesús, el  “mayor amor” es el amor de amistad.

¿ Pudo haber elegido otro símbolo igualmente significativo, como el desposorio o el amor maternal? Quizá; aunque, una vez más,  la analogía de los amores humanos nos ayuda a comprender la elección de Jesús. Por una parte, la experiencia humana nos  enseña que la amistad debe ser un componente necesario de todas las demás formas de amor, si éstas han de perdurar. El noviazgo y desposorio, sin amistad, duran lo que dura el enamoramiento, que aunque en sí es más intenso y total que la amistad, no tiene su persistencia y estabilidad. Matrimonios sin amistad, amor de padres, hijos/as y hermanos/as sin amistad, se van debilitando con el tiempo y las pruebas de la vida. Al no estar impulsado por la pasión o por la relación de sangre, la amistad expresa mejor la libertad del amor, necesaria para que éste llegue a su madurez. La fidelidad en cualquier amor se hace madura cuando es libre, y esta libertad se da en la medida en que ese amor se ha integrado con la amistad.

La amistad es la única experiencia universal del amor, la que todos/as pueden tener; y por eso, como símbolo, es significativo para todos y todas. Las personas célibes nunca experimentarán el amor maternal o paternal; los/as huérfanos nunca experimentaron el amor filial; los/as hijos/as únicos no  conocen el amor fraterno; muchos hombres y mujeres por vocación o circunstancia, no han experimentando ni el noviazgo ni el matrimonio (Cristo mismo no los experimentó). En cambio,  cualquier persona puede experimentar la amistad, como Jesús mismo la experimentó. La  vocación al amor de amistad es universal, igual que lo es el amor que Dios ofrece en Jesús.

Los rasgos reveladores de la amistad


Podemos penetrar el misterio de Dios y de su amor en una medida limitada, pero suficiente, apoyándonos en el símbolo de la amistad.  Hay una  analogía humana y los rasgos de la amistad humana y el amor que Cristo nos ofrece. A partir de ella podemos asomarnos al misterio del amor de Dios; como a partir de éste podemos entender mejor el misterio de la amistad humana.

La amistad supone una elección mutua.  Los/as amigos/as se eligen libremente; no se imponen. Así sucede también con la relación entre Cristo y nosotros/as. El nos eligió como sus amigos/as, libremente, desde siempre. “No fueron ustedes quienes me eligieron a mí, sino que yo los elegí a ustedes” (Jn 15,16). Pero nosotros/as debemos igualmente elegirlo a Él, como amigo personal, para toda la vida. El cristiano es el que hace una opción consciente por Jesús como amigo, con todas sus consecuencias. Aun más. En esta mutua elección, Dios siempre toma la iniciativa (“no me eligieron ustedes..., sino yo a ustedes”). El nos amó primero, nos buscó, nos atrajo a él, a través de las circunstancias de nuestra vida, hasta llevarnos a descubrirlo y elegirlo. En este proceso, Dios no se impone. Nos deja libres para aceptar o no su amistad.

La elección de amistad es gratuita. No hay ningún compromiso previo, ni de sangre, ni de promesa, ni de asociación, ni ningún otro, que obligue a ella.  No hay ninguna circunstancia que la imponga, ni el trabajo común ni los ideales compartidos; ninguna. Asimismo, el amor de Dios se nos ofrece en amistad sin condiciones previas. Sin mérito alguno de nuestra parte. Dios nos quiere como sus amigos/as tal cual somos, con nuestros fallos y pecados, y para siempre.

El surgimiento de la amistad tiene mucho de misterioso.  Cada amistad es un misterio. ¿ Por qué se produjo con esta persona y no con otra? ¿ Por qué la profunda empatía, que no puede explicarse sólo por afinidades y cercanía humana,  que no siempre se dan? Este misterio de la amistad nos sugiere el misterio del amor de Dios a cada uno de nosotros. ¿ Por qué Dios ofrece su amistad a cada persona?... ¿ Por qué “necesita” la amistad de cada persona en particular?...

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