martes, 19 de julio de 2011

Para orar, conócete primero a ti mismo



«Y
nótese mucho que este ejercicio [la oración] ha de comenzar primero de nosotros; porque los que comenzamos a buscar a Dios, primero hemos de trabajar en conocernos: qué inclinaciones, qué pensamientos y obras obtenemos; y de todo esto, lo bueno acrecentarlo, y lo malo arrancarlo del todo de nuestras almas. Y después que uno se haya bien conocido, extenderá el pensamiento a pensar en las obras de Dios» (San Juan de Ávila, Obras Completas, p. 1016).
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No sé a ustedes, pero a mí no me suelen gustar mucho los cuadros que presentan a los santos como hombres y mujeres “lunáticos”, que están tan fijos los ojos en el cielo que se olvidan de los avatares de aquí en la tierra. Creo que esas representaciones hacen poca justicia a la vida de esos seres humanos que han desgastado su vida en amar a Dios y a los demás. Porque los santos son, ante todo, gente realista.
Venga como botón de muestra este hermosísimo texto de San Juan de Ávila. Les invito a leerlo de nuevo. A mí, tengo que reconocerlo, me ha causado una muy grata sorpresa leerlo. Miren lo que dice: para orar, uno de los primeros pasos que hay que hacer es conocerse a uno mismo. Pero ¿por qué? 
Si lo analizamos bien, tiene su sentido. Es lo mismo que nos dice Jesucristo en el Evangelio: «Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar"» (Lc 14, 28-30). Si no sabemos con qué contamos, sería inútil comenzar una construcción. 
Por ello, ¿con qué disponemos a nuestro favor para “construir” nuestra oración? ¿Qué tenemos en contra? Sería interesante hacer un pequeño autoexamen  y evaluarnos: qué me ayuda más a meditar, cuáles son las cualidades que dispongo, qué pasajes del Evangelio me acercan más a Dios, qué circunstancias me ayudan a orar mejor (lugar, hora, …). Y también evaluar lo negativo: qué me distrae más fácilmente, qué postura no me ayuda en mi oración, cuándo la hago que no me ayuda para nada, cuál es mi defecto dominante que me aleja especialmente de Dios (cf. ¿cuál es el primer paso para orar?), etc. 
Ah, y otra cosa importante que no debemos olvidar: hay que desear la oración. Éste es un primer punto que debemos interrogarnos. Mi deseo de Dios, mi anhelo de platicar con mi Amigo. Y, por supuesto, pedirle la gracia de que se me dé y me hable. Cuando nuestro corazón le suplica esto, Dios suele responder siempre (a veces también con un “no”, no lo olvidemos). Y confiemos que, como decía San Juan Crisóstomo, «siempre son mayores los premios de Dios que los deseos de los santos». 
En fin, con este pequeño examen en la mano podremos plantearnos mucho mejor el empezar con buen pie nuestra oración. Teniendo los pros y los contras y favoreciendo lo que más nos acerque a Él. Ojalá que estas líneas, planteadas a la luz de un hombre realista y místico a la vez, nos ayuden a todos a seguir caminando (o a empezar a hacerlo) en esta hermosísima aventura llamada oración.
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